Ha
salido a la arena un toro bravo. Es alto de aguja, largo, fino de cabos y
corniapretado. Se emplaza en el centro para enterarse bien del sitio donde
está.
Los
peones desde el tercio sacuden los capotes para llamar su atención. El
bicho, nervioso, no arranca, pero desparrama la vista con la rapidez de la
centella hacia los lugares que partieron las señales.
Por fin, acomete furioso al peón que le tendió
el engaño buscándole al sesgo. El bravo animal se vuelve sobre las patas al
perder los vuelos y crujen sus costillares. El capote aquél no ha seguido hacia
la barrera y tendido en la arena espera que el animal vuelva a él. Otra vez lo
engaña el peón y una tercera larga apaga los bríos del astado que sigue al
torero hasta la barrera ya cansado del tanteo.
El
matador, el maestro ha dejado el desgaste de aquel poder al subordinado.
Alivio. Abre el capote y con cuatro verónicas apaga el fogón.
Vamos
a picar! – dice el espada. El toro se arranca. Y otra vara y una ovación al
hombre del castoreño, que ha picado por derecho. Ya no hay toro. Cambia el
tercio y lo adornan dos pares y medio. Ya no corre.
El
espada ha brindado. Postinero se dirige a la res. Le tiende la muleta con la
izquierda, a distancia y no acepta el reto el enemigo. Uno ayudado extendiendo
los brazos. Tres medios pases, cerca. Otros de pitón a pitón. Un pinchazo, otro
y otro. Capotazos y un cachetazo certero.
Los
aficionados se dividen: Lástima de toro, -dicen los enteraos. Qué iba a hacer
con el marmolillo, -agregan los ignorantes. Y al calor de la disparidad de criterios,
provocada por los del montón, viven los indocumentados de la trenza atrás.
Profano
que tan disparatadamente juzgas, cuántas reputaciones falsas se hacen por tu
causa, por tu juicio demente.
Despierta,
público, que te estafan!!!
Revista "Sangre y Arena". N. 3 abril de 1924
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